sábado, 12 de abril de 2014

La horda

Puede que la horda surgiera espontáneamente, sin preparación ni acuerdo previo por parte de sus componentes. Puede que la horda fuera una reacción regresiva a un estímulo o provocación, a un razonable descontento. Puede que la horda intentara formarse en múltiples ocasiones, y que no prosperara; puede, entonces, que tuviera antecedentes, una génesis, una prehistoria difusa e irrecuperable desde el presente de la ceguera.


Lo cierto es que un día la horda cuajó como un queso, encajó como fichas de rompecabezas, se materializó como la pesadilla que cobra vida tras un mal sueño. Fue en un barrio de una ciudad en crisis, como cualquiera de las ciudades que se expanden más rápido que la mente que las ordena. Allí, un día cualquiera, la horda se apropió de las funciones de la justicia, aunque podrían haber asumido cualquier otro rol con indemostrables consecuencias. Como sea, en medio de un tumulto, la horda entera ejecutó a un joven que, casi con certeza, le había robado algo a una mujer de quien ya nadie recuerda su nombre ni su cara. La horda aprehendió in fraganti al susodicho, comenzó a golpearlo y le dio muerte. De inmediato, se sospecha, la horda se disgregó, y sus integrantes se ocultaron en sus casas, en sus coches, debajo de la tierra. Cuando llegó la policía, y la prensa, solo quedaba el cuerpo destrozado del ajusticiado y algún testigo mudo, enmudecido por el espanto que le había causado la visión de la horda en vivo. Ellos también se sorprendieron: la existencia de la horda era una leyenda urbana y ahora tenían la prueba inaugural de su presencia.

Los primeros en hablar fueron los políticos. Todos condenaron el hecho pero algunos, para captar votos y voluntades, justificaban el accionar de la horda con frases que se escuchaban muy elegantes y adecuadas pero que, al pensarlas, hacían brillar el acero del peligro. Después, más criteriosos, opinaron los periodistas y los intelectuales. Casi ninguno comprendía lo ocurrido y daba la sensación, al leerlos, al escucharlos, que la horda había surgido ex nihilo, por obra del azar, como un inexplicable prodigio. Entonces, proliferaron las columnas y editoriales, contratapas y reflexiones al aire, también discursos que rezumaban poesía y que, sinceramente, ayudaban a calmar las inquietudes, a suponer que el fenómeno aquel sería un hecho aislado que se borraría en el clamor de la condena unánime. Después de escuchar aquellas voces reflexivas, los políticos entendieron lo que debían decir, qué era lo correcto, y se largaron a predicarlo, persuadidos. Como un coro, todos juntos y a la vez, repetían en sus despachos y en sus estrados y en sus escaños, los inteligentísimos conceptos pergeñados por periodistas e intelectuales. La palabra parecía que podría conjurar a la horda.
Dicen que, aquella vez, la horda contaba con entre 30 y 80 miembros. Algunos, hoy, niegan haber sido parte de ella y no recuerdan haber estado dentro, mientras otros, y son los más, juran que estuvieron ahí desde el comienzo lo que es, en muchos casos, imposible de demostrar fehacientemente. Estos, los que dicen haber estado pero es improbable que estuvieran, suman una cantidad exorbitante, a tal punto que, de ser cierto, hubieran llenado dos estadios completos.

Nadie, en sus certezas racionales, había querido prever que la horda podía repetirse y menos aún, volverse incontrolable. Pero no había que ser mago o adivino, no: los indicios eran evidentes, innegables. Claro, los candidatos a sumarse a una horda no iban regularmente a los estudios de televisión, ni escribían en los diarios. De hecho, no compartían la perspectiva de los periodistas y los intelectuales y hasta los miraban con profunda desconfianza. Eso no quiere decir que no se conocieran sus opiniones. Bastaba con mirar el Facebook, los foros en la web, viajar en taxi o en colectivo, tomar un cafecito en un bar, hablar con la gente para saber que muchos, pero muchos muchos estaban dispuestos a integrar la horda apenas apareciera la ocasión y esta se formara. No eran nazis, ni de derecha, ni ignorantes, ni desocupados, ni blancos, ni negros, ni colorados, ni azules. Eran todo eso junto y podían confundirse con cualquiera, con un amigo de la escuela, con un primo que se visita de tanto en tanto, con la piba con quien estuviste tomando una cerveza en la última fiesta. La verdad, era espantoso, demencial, de solo sospechar que cualquiera, que hasta los parientes y conocidos podían de pronto sumarse a uno de esos remolinos de violencia. O incluso uno mismo, porque quién podría jurar que está a salvo de volverse horda en alguna vuelta del camino.

De todos modos, se estima que los que formaban las hordas, individualmente, eran cobardes y pusilánimes. Pero, al mimetizarse en ella, se envalentonaban hasta borrar sus temores. Y así, inconscientes e impunes, se lanzaban a impartir la justicia improvisada y difusa que representaban. La horda, por ejemplo, cuando se encontraba golpeando a un posible delincuente, también pateaba y pisoteaba a los aislados suicidas que manifestaban su disconformidad con el accionar de la horda, o que defendían a la víctima pidiendo que se esperara la intervención del fiscal o de la policía. La horda, impulsiva, no caía en esas trampas. Al que parece que roba, patadas; al que pasa un semáforo en rojo y casi atropella a alguien, patadas contra las chapas; a la mujer que deja a sus hijos en el auto y baja a hacer una compra, escupitajos y puteadas; al que fuerza una puerta o una reja, más patadas; al productor de soja que evade impuestos… bueno, tampoco iba a pretenderse que la horda se encargara de corregir todas las desviaciones imperantes. 

Las hordas se multiplicaban. Como un virus, como una pandemia, como un efecto dominó, se alarmó el panelista de un programa de chimentos porque todos, todos los canales y los diarios y las revistas, querían hablar de la horda que, ya desbordando las fronteras de aquella ciudad que le dio origen, se extendía por el país impartiendo su concepto de justicia. Más que impartiendo, materializando, propagando, y ganando adeptos porque la publicidad de la tele hacía que la horda se sintiera orgullosa de su fuerza, de sus matanzas, de su arrogancia impune.  

Para repelerla, para derrotarla, todos los lúcidos y los democráticos continuaban hablando y censurando, condenando; se indignaban y miraban el almanaque pensando que estaba cerca el Mundial y que eso desviaría la atención de la gente, pero se abstuvieron de obrar, de hacer cambios y tomar medidas correctivas para desactivar la horda o para quitarle las razones que, se decía, la provocaban. En conclusión: los que tenían que actuar, hablaron ─más allá de que hablar sea también una acción─ y confiaron en que la desaprobación y las amenazas iban a disuadir a la horda de volver a la calma, al sopor cansino y a disfrutar del derecho al voto cada dos años. 

Repudiamos su violencia, los llamamos asesinos y salvajes, les aclaramos que para el Código Penal eran homicidas, pero la horda ni se inmutó: las palabras no lograban atravesarles la piel ni el cráneo. Se quiso individualizar a sus miembros ─también pasaba que siempre eran distintos─ y neutralizarlos. Se detuvo a varios, se los juzgó y condenó en unas horas, pero tampoco eso contuvo a la horda que no parecía mermar con la pérdida de alguno de sus miembros. Puede que la horda fuera una organización delictiva, con rangos y jerarquías. Puede que tuviera líderes y que estos fueran narcos, asesinos, tan corruptos como los líderes de otras organizaciones mucho más respetables y que pagan campañas publicitarias en los medios. Puede que ellos también fueran por todo, buscaran hacerse del poder: nadie les sugirió que formaran un partido político, ─que dejaran de ser horda y fueran algo más predecible─ y que se presentaran a elecciones. Tal vez porque era absurdo o quizá porque era posible que metieran un par de diputados.
Sin embargo, a nadie se le ocurrió pensar que era posible que la horda fuera el resultado de una sumatoria de errores y problemas estructurales. Tampoco que debía analizarse cómo se producía y por qué actuaba así, si acaso no hubiera un trasfondo que podía corregirse con decisiones fuertes y acertadas. Nadie cuestionó por qué la horda se repetía con tanta frecuencia y por qué acá y no allá, pongamos en Suecia o Uruguay, que está a solo un puente o unas horas en barquito. No, claro, lo mejor era pensar que la horda era un amasijo de locos y asesinos, que la horda eran los otros y no cualquiera, que cualquiera podía quedar envuelto en la horda si no se la detenía. Poco antes, la horda ─¿era otra? ¿era la misma? era una horda─ había saqueado supermercados y negocios. Tampoco se había actuado y, como los niños cuando creen que en su pieza entró un fantasma, todos se taparon la cabeza con las sábanas mientras repetían: “la horda no existe, ya pasa, ya pasa”.

Circulan versiones que sostienen que la horda llegó un día al hall de tribunales. Algunos sostienen que fue en su ciudad de origen, pero es imposible determinar cuál fue porque la horda existía desde antes de que todos habláramos de la horda y la censuráramos para que desapareciera. Allí, metódicamente, se entregó a moler a golpes a todos los que estaban esposados o con custodia policial. De pronto, exacerbada en su furor, la horda prosiguió masacrando a los abogados defensores y a los fiscales más blandos o tolerantes con el crimen y también, a todo aquel que pensaba con franqueza que el ladrón de gallinas es una víctima del sistema. También patearon policías, jueces y público en general, gente que pasaba. Esto es un rumor, todos quisieron callarlo. Los medios, inteligentes, cubrieron el tiempo que dedicaban a la horda con noticias frescas: noviazgos de modelos y futbolistas, suicidios de empresarios, el fútbol caliente del fin de semana.

Lo único cierto es que la horda existe. Y que da asco, tanto asco como quienes pudiendo detenerla, prefieren jugar al avestruz y opinar, censuradores, que la horda debe remitir, desaparecer, dejarnos tranquilos. Pero nadie cree que sea una sola, aunque tampoco puede decirse que sean diez o cien o mil. Lo único que sabemos es que la horda existe y no tendríamos que estar tranquilos sabiendo que puede aparecer, materializarse, surgir, en los errores de la ley, en las grietas de la civilización, en sus irresueltas mentiras. 

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