Visto desde cierta altura, no
pasa de una plancha marrón que se desliza sacudiendo el peso que arrastran sus
espaldas: un carguero, varios veleros libres. La terraza del Parque España es
un atalaya excelente para apreciarlo y desconfiar de las leyendas que lo esbozan
indómito e impredecible. Si uno mira atrás, la ciudad se recorta como galeras
de cemento que asoman sus copas mezquinadas por el follaje. Siento que ella
puede ser más feroz que cualquier río.
Mi guía, el hombre que me citó,
dice que estamos en el precipicio de los perros, en el trampolín desde el cual,
años atrás, tomaban impulso y saltaban al vacío. Se estrellaban abajo, en la
plancha de cemento de la obra inconclusa. No existen registros porque los
animales, como los hombres que el sistema escupe, no caben en las estadísticas.
Pero fueron muchos, afirma. Habla de cientos, quizás miles. Le pregunto por qué
dejaron de suicidarse los perros. Me responde que el misterio no es la
interrupción de la anomalía, sino la causa: por qué entonces corrían ciegamente
y se lanzaban a la muerte.
Ahora, la construcción está
terminada y la gente pasea sobre ella, en bicicletas, o trotando los corredores
y también juegan los niños. Mientras me obliga a seguirlo, habla de una máquina
sonora, un artificio demoníaco que emitía un sonido que solo los perros,
gracias a su oído fino, captaban y perdían el instinto de vida. Él cree que fue
un experimento, que su dueño ha alterado la frecuencia para que aquel afecte
ahora a otros seres. Le pido que explique cómo lo sabe, pero finge no oírme.
Llegamos a un declive, un sitio
inaccesible, pese a su proximidad, para los paseantes y los deportistas.
Haciendo equilibrio entre los árboles y la basura, quedamos al filo de la
barranca. Abajo se ve el agua y bloques de hormigón de un muelle demolido.
Entiendo el peligro al que me expongo: un paso en falso sería el último de mis
días. Lo sigo por una escalera improvisada, paralela a la barranca. Lo sigo, pero
de pronto desaparece. Está en cuclillas, en un orificio que se abre en la pared
vertical. Voy detrás de él como antes estuve encima, mientras descendíamos.
Es increíble que ese pasadizo
este allí, tan cerca y tan escondido. Mi linterna se choca con la forma de su
cuerpo que avanza. Es poca la distancia que recorremos, pero falta el aire, se
respira la asfixia de las entrañas de la tierra. Desembocamos en un hueco. Hay ahí
un enorme generador y una máquina como un lavarropas pero con cables que
ascienden y se pierden en el techo de tierra negra. Mi guía enciende el
generador y brota una luz tenue, desmayada.
Advierte que esa fue la causa de
la locura de los perros, antes, en los noventa. Nada se presupone en mi oficio.
Para mí, la verdad no es sospecha sino empiria y se precisa ver para. Por eso,
tras observar la máquina, acciono un interruptor escondido. Ese aparato
indefinible tiembla, se estremece mientras los cables que trepan se agitan como
si algo subiera por ellos. Un ruido, el sonido. Un instante, y oímos gritos,
arriba, en la superficie. Es la gente que pasea, supongo, que perturbada por el
sonido, como antes los perros, enloquece. Algo pasa. Algo está pasando y al
mirar por el hoyo que atravesamos, veo pasar como un flash, una sombra, un
bulto que reconozco humano. Y luego otro, y otro, como una lluvia de suicidas.
Desesperado, me vuelvo para apagar la máquina y encuentro a mi guía que me
apunta con un arma, y sonríe:
-Nunca creí que sería tan
sencillo: buscaba un cómplice y me encontré con un culpable. Es increíble.