Se tiende a juzgar
que es una imprudencia pero claro, cualquiera puede opinar desde afuera con esa
ligereza. Yo también, incluso, me pensé que se trataba de un instinto homicida
reprimido o del rebrote de un impulso suicida. Nada de eso: están corriendo
contra el tiempo y cada segundo cuenta como una píldora del antídoto contra la fatalidad. A todos
nos indigna ver, más en alguna de las arterias principales o en los horarios
pico, un coche del transporte público acelerando como un fórmula 1 en la recta
final. O, desde otra perspectiva, encontrándonos dentro en calidad de pasajeros,
nos hemos sacudido y manifestado nuestra furia, por una frenada bestial que nos
hizo perder pie o golpear las costillas contra la férrea musculatura de un anónimo
compañero de viaje. Hemos dicho, exteriorizándolo, o bien, los tímidos, para
nuestro fuero interno: ¿hace falta ir a esa velocidad? ¿no ve todas las
personas que expone, sin necesidad, a un riesgo muchas veces mortal?
Ahí está el error de confundir, por
ignorancia, la responsabilidad o el celo profesional con la temeridad de los
imprudentes. Pablo Campas, vecino de La Sexta, hipertenso, diabético, depresivo
y misántropo, jubilado anticipadamente a los 45 años, aproximadamente, aseguraba
que la batalla nunca es proporcionada y que aquello que se ve en el macrocentro
es el nada por ciento de lo que ocurre en los barrios. Las máquinas de los
coches están programadas para que el recorrido se cumpla en una cantidad exacta
de horas y minutos, y las violaciones, las demoras, cuestan caro porque traen
consecuencias. No a los usuarios, ni siquiera a los choferes, aunque
indirectamente ellos sufran los daños. Son las unidades, los colectivos, los
que tras incumplir las exigencias del cronómetro empiezan a deteriorarse, a
veces vertiginosamente. Todo depende de la gravedad de la tardanza, por
supuesto, porque unos segundos de exceso son inofensivos pero, ya al minuto, el
perjuicio se manifiesta, se torna evidente para los ojos atentos. Se desprende
un guardabarros, o bien se afloja el paragolpes, o se rompen algunos asientos, o
las luces traseras enloquecen hasta que se queman.
Por eso el apuro: los semáforos
cruzados en rojo, las bocinas calientes, la puteada contra el dominguero o el
ciclista, el grupo de émulos de los nazis que quedan desahuciados en las
paradas, levantando el brazo mientras maldicen al ídolo que se fuga. Por eso,
claro, por eso los frenazos bruscos, los cordonazos, las curvas subiendo a la
vereda y el frenesí que electriza cuando el visor de la computadora de a bordo
marca un número precedido por el signo menos, la indudable señal de que se está
en falta. Por eso: porque el tiempo sigue su marcha inexorable y hay que
acortar los lapsos, disputar los instantes como si fueran los decisivos y transgredir
cada norma de tránsito
que entorpezca la eficacia, el cumplimiento porque, como reza el refrán: en la
guerra cualquier hoyo es trinchera.
Los investigadores del CONICET
advierten que, hasta que las carroceras locales no utilicen materiales más
sólidos en los chasis, las unidades de transporte público de pasajeros seguirán
sufriendo el desgaste y la ruina que provoca el transcurrir del tiempo. Como
son científicos, es claro, solamente se expiden sin explicar demasiado la
cuestión de fondo a la que sus conclusiones refieren. Algunos vecinos y las
víctimas de los accidentes, en cambio, creen que si las máquinas se programaran
extendiendo la duración de los recorridos, tal vez los conductores no necesiten
recurrir a un modo de manejar que despierta tantas suspicacias como odios y
desgracias entre peatones, pasajeros y ciclistas.
Sin
embargo, me quedo con el testimonio de Pablo Campas, dicho sólo para mí, en su
patio con níspero y dos perros sin raza.
─Yo
he visto a mi coche, el 25 de la línea 107 roja, abandonado en el playón,
crujir con un rugido inclemente y derrumbarse─ dice, recordando la jornada gris
en que hombre y vehículo quedaron emboscados frente a la sede de la
Gobernación, por un piquete que montaron los empleados de ATE─. Fue la media hora
más dramática de mi vida. Entre la bronca y la incomprensión de la gente, el
fervor de los manifestantes y el humo de los neumáticos en llamas, me torturaba
y sufría anticipando la inminencia de la desgracia. Al
terminar mi turno me dirigí al galpón, ya escuchaba en el motor, en los fierros,
en cada tornillo, los redobles de la agonía. Llegué a bajarme y correr, antes de que
ocurriera la
catástrofe. Murió en mis brazos, casi, y después yo ya no
pude ser el mismo.
Federico Ferroggiaro
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