miércoles, 12 de febrero de 2014

Guerra contra el tiempo

Se tiende a juzgar que es una imprudencia pero claro, cualquiera puede opinar desde afuera con esa ligereza. Yo también, incluso, me pensé que se trataba de un instinto homicida reprimido o del rebrote de un impulso suicida. Nada de eso: están corriendo contra el tiempo y cada segundo cuenta como una píldora del antídoto contra la fatalidad. A todos nos indigna ver, más en alguna de las arterias principales o en los horarios pico, un coche del transporte público acelerando como un fórmula 1 en la recta final. O, desde otra perspectiva, encontrándonos dentro en calidad de pasajeros, nos hemos sacudido y manifestado nuestra furia, por una frenada bestial que nos hizo perder pie o golpear las costillas contra la férrea musculatura de un anónimo compañero de viaje. Hemos dicho, exteriorizándolo, o bien, los tímidos, para nuestro fuero interno: ¿hace falta ir a esa velocidad? ¿no ve todas las personas que expone, sin necesidad, a un riesgo muchas veces mortal?
            Ahí está el error de confundir, por ignorancia, la responsabilidad o el celo profesional con la temeridad de los imprudentes. Pablo Campas, vecino de La Sexta, hipertenso, diabético, depresivo y misántropo, jubilado anticipadamente a los 45 años, aproximadamente, aseguraba que la batalla nunca es proporcionada y que aquello que se ve en el macrocentro es el nada por ciento de lo que ocurre en los barrios. Las máquinas de los coches están programadas para que el recorrido se cumpla en una cantidad exacta de horas y minutos, y las violaciones, las demoras, cuestan caro porque traen consecuencias. No a los usuarios, ni siquiera a los choferes, aunque indirectamente ellos sufran los daños. Son las unidades, los colectivos, los que tras incumplir las exigencias del cronómetro empiezan a deteriorarse, a veces vertiginosamente. Todo depende de la gravedad de la tardanza, por supuesto, porque unos segundos de exceso son inofensivos pero, ya al minuto, el perjuicio se manifiesta, se torna evidente para los ojos atentos. Se desprende un guardabarros, o bien se afloja el paragolpes, o se rompen algunos asientos, o las luces traseras enloquecen hasta que se queman.  
            Por eso el apuro: los semáforos cruzados en rojo, las bocinas calientes, la puteada contra el dominguero o el ciclista, el grupo de émulos de los nazis que quedan desahuciados en las paradas, levantando el brazo mientras maldicen al ídolo que se fuga. Por eso, claro, por eso los frenazos bruscos, los cordonazos, las curvas subiendo a la vereda y el frenesí que electriza cuando el visor de la computadora de a bordo marca un número precedido por el signo menos, la indudable señal de que se está en falta. Por eso: porque el tiempo sigue su marcha inexorable y hay que acortar los lapsos, disputar los instantes como si fueran los decisivos y transgredir cada norma de tránsito que entorpezca la eficacia, el cumplimiento porque, como reza el refrán: en la guerra cualquier hoyo es trinchera.
            Los investigadores del CONICET advierten que, hasta que las carroceras locales no utilicen materiales más sólidos en los chasis, las unidades de transporte público de pasajeros seguirán sufriendo el desgaste y la ruina que provoca el transcurrir del tiempo. Como son científicos, es claro, solamente se expiden sin explicar demasiado la cuestión de fondo a la que sus conclusiones refieren. Algunos vecinos y las víctimas de los accidentes, en cambio, creen que si las máquinas se programaran extendiendo la duración de los recorridos, tal vez los conductores no necesiten recurrir a un modo de manejar que despierta tantas suspicacias como odios y desgracias entre peatones, pasajeros y ciclistas.

Sin embargo, me quedo con el testimonio de Pablo Campas, dicho sólo para mí, en su patio con níspero y dos perros sin raza.

─Yo he visto a mi coche, el 25 de la línea 107 roja, abandonado en el playón, crujir con un rugido inclemente y derrumbarse─ dice, recordando la jornada gris en que hombre y vehículo quedaron emboscados frente a la sede de la Gobernación, por un piquete que montaron los empleados de ATE─. Fue la media hora más dramática de mi vida. Entre la bronca y la incomprensión de la gente, el fervor de los manifestantes y el humo de los neumáticos en llamas, me torturaba y sufría anticipando la inminencia de la desgracia. Al terminar mi turno me dirigí al galpón, ya escuchaba en el motor, en los fierros, en cada tornillo, los redobles de la agonía. Llegué a bajarme y correr, antes de que ocurriera la catástrofe. Murió en mis brazos, casi, y después yo ya no pude ser el mismo. 

Federico Ferroggiaro

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