viernes, 31 de enero de 2014

Grampa Yon

Un relato que soñó con tapa y logró su anhelo, alterado: la contratapa del Señales del domingo 26-1-2014.

Grampa Yon


Cuando papá tuvo su primer infarto, mamá dispuso que nos cuidara Grampa Yon. Hasta entonces él había sido una presencia difusa, una referencia negativa, la summa de los defectos y los disvalores.
            Sólo lo veíamos en Navidad, para los cumpleaños y el Día de Gracias, fiesta que acá no celebraba nadie que yo conociera. Digo bien: veíamos, porque él se instalaba en su silla y se dedicaba a beber en silencio generosas cantidades de cerveza. No hacía otra cosa, y si algún comensal lo impelía a hablar, buscaba la aprobación de mamá, para luego, en una jerga odiosa, soltar un parlamento confuso que clausuraba la charla.
            Yo me negué. Le dije que tenía catorce años y podía cuidarme solo, y que Mariel me haría caso. Ella no iba a discutir: durante el día no había problemas, pero de noche, mientras ella hacía guardia en el sanatorio, nos acompañaría un adulto: Grampa Yon. Me consta que lo convenció apelando a la lástima, las lágrimas y los ruegos. Escuché, escondido, su súplica y el reproche: you can´t be so selfish, dad! y la subsiguiente explicación sobre los horarios y tareas. Lo había conseguido, mamá, y no reflexionaría si era o no la mejor idea.

Grampa Yon llegó puntual con un bolsito azul y dos latas: una de corned beef y otra de arvejas. La cena, supimos al rato, y el menú se repitió durante los siete días que duró su tutela.
─Anda, muchacho, búscame el whisky que no sé dónde lo esconde tu padre.
─Yo tampoco sé… ─mentí para cumplir las instrucciones de mamá.
Resopló, el viejo, y se tumbó sobre la mesa a observarnos jugar al Scrabble. Al rato roncaba, y nos fuimos a dormir convencidos de que su debut sería también la despedida.
Pero volvió al otro día y, cuando le negué el whisky, encogió los hombros y dijo que tenía tantas ganas de beber como cuando patrullaba en Dong Ha. Mariel picó e inquirió: ¿dónde abuelo?, creyendo que la aclaración constaría de un par de palabras mordidas.
─Dong Ha, Vietnam del norte, julio del 66 ─se explayó mirándonos como si existiéramos, como nunca lo había hecho. Desde ese instante hasta que se durmió, habló de la selva, de la operación Hastings, de los chicos de la Compañía H, de emboscadas en la jungla y del olor a excrementos de las aguas. No lo interrumpimos salvo para que tradujera los pasajes que relató en inglés.
            ─No sabía que el abuelo había estado en la guerra ─dijo Mariel al ir a su cuarto.
            ─Yo tampoco, pero para mí que son todas mentiras.
La tercera noche sacó del bolsito una 45. La paseó frente a nuestra curiosidad y la manipuló mientras explicaba sus virtudes. Mariel preguntó si había matado a alguien. Sólo vietnamitas, dijo él y se deslizó en el asiento para tejer la historia de sus muertos. No recuerdo los detalles, pero sí la expresión de mi hermana siguiendo con placer ese relato que culminó con una ráfaga de M-1 y un enemigo que caía en los arrozales. A las doce nos ordenó acostarnos y nos retiramos procesando aquellas vívidas imágenes de fuego y sangre.
Papá mejoraba, pero mamá estaba exhausta. Al salir de la escuela, mi hermana y yo la esperábamos con el almuerzo para conocer las noticias de papá. Después, ella se iba a dormir la siesta o hablaba con los parientes que estaban tan ocupados. Yo la veía demacrada, triste, desesperada. Lo único que podía hacer era no sumar problemas y por eso le respondí que todo marchaba bien con Grampa Yon.
Esa noche trajo dos fotos. Una era de él, de uniforme, y en la otra se veía a un grupo de jóvenes posando alegres con sus armas. A mí ya me aburrían sus proezas bélicas, pero Mariel seguía fascinada. Me resigné, por ella y porque era la primera vez que él se comportaba como un abuelo. No el de Heidi, ni como esos que tratan de transmitir su sabiduría a los nietos. A su manera, que no era mucho pero que resultaba mejor que observarlo embriagarse como hacía en las fiestas. Mientras explicaba algo de la Línea McNamara, me distraje mirando la foto del grupo de soldados. Noté que estaba adherida en un cartón y, sin malicia, rasqué uno de los ángulos hasta levantarlo. En el reverso había un texto impreso y deduje que se trataba de una revista. Sí, era una ilustración de un fascículo, una imagen que había recortado para mostrarnos como prueba de sus historias. Decepcionado, los abandoné y me refugié en mi cuarto.
La quinta jornada la dedicó a sus heridas y presentó dos cicatrices feroces. La primera le cruzaba el vientre mientras que, la otra, estaba en la espalda, a la altura de los riñones. Se sabe que las heridas, todas, precisan un relato. Grampa quería contarnos los dos y ambos incluían Bell UH-1, Charlies saliendo de los túneles, explosiones y gritos de compañeros atravesados por las balas.
Era sábado cuando mamá quedó a solas conmigo y su cansancio recibía el estímulo de la esperanza. Papá había salido de terapia y se recuperaba. Su optimismo me autorizaba a interrogarla.
─Grampa Yon, ¿estuvo en Vietnam?
─No me hables de eso ─ dijo y me dio la espalda.
─¿Por qué?
─Nada, odio ese tema.
─Está bien, pero decime si al abuelo lo operaron de algo
─Apendicitis y cálculos renales ─me informó poniéndose de pie para marcharse.
Por la noche, Grampa Yon miró con nosotros una película. Se durmió antes del final y Mariel lamentó haber desperdiciado la velada con Cine de superacción de Canal 5. A la siguiente, para resarcirnos, habló de la condecoración que le había entregado el presidente Jhonson. La estrella de plata, dijo, un honor… vengan a casa si quieren verla. Yo había estado allí dos veces: una cueva oscura al final de un pasillo donde vivía rodeado de trastos y muebles, una pocilga que mamá había intentado vaciar y limpiar, sin éxito.

Y fui, no para resolver una duda si no para que se avergonzara de sus mentiras. Aguanté a que papá estuviera en casa, a que la calma hubiera regresado a la familia. Al salir de la escuela, me dirigí a la calle donde recordaba la puerta despintada del pasillo del abuelo. Toqué timbre y aguardé, oyendo el sonido de sus pasos en el corredor.
─Vine a ver la Estrella de Plata.
─¿Para qué querés ver algo que pensás que no existe?
─Para ver si es verdad ─arriesgué enfrentando sus ojos, sus arrugas, la brutal indiferencia con que empezó a cerrar la puerta en mi cara.

─Verdad o no yo ya cumplí, los cuidé siete noches así que dejame tranquilo ─me ordenó, y aunque volvió el Día de Gracias, en Navidad y a los cumpleaños, no nombró la guerra, ni sus heridas, ni la Estrella de Plata que mamá no encontró el día que, pocos años después, consiguió ir sin que él pudiera oponerse, a dejar su casa vacía y limpia.

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